Aunque cabe la duda de si conocer exactamente cómo se elabora una pintura ayuda a escribir un texto sobre ella (o si es mejor sólo analizar el resultado y dejarse llevar por el secreto que esconde su origen), para escribir esta presentación confío en que la primera posibilidad pueda hacer que la escritura acompañe a la obra en una relación de complicidad. En este caso, creo que conocer en profundidad el proceso de trabajo de Angela Wilson me permite auscultar, a través de sus procedimientos, la carga, el enigma y la potencia de sus obras.


Decir que se conoce todo el proceso de las obras de Wilson es un error. En el inicio, sus pinturas están vedadas al espectador: la autora muchas veces parte de frases escritas a mano y se reserva para sí misma la intimidad de sus contenidos. El espectador solamente verá el tachado con que la pintura oculta las frases escritas, en capas innumerables que niegan con la imagen lo que se dijo con la palabra. Como si la pintora, arrepentida de decir algo innombrable, negara su propia escritura reservándola en un pasado ancestral de la pintura, y superponiéndole un presente absoluto –un hiperpresente- con la última capa.


Esa suma de negaciones, ocultamientos y contradicciones constituye la materialidad de la pintura de Angela Wilson: una costra que, en su dureza impenetrable, esconde la fragilidad del horror al vacío, el vértigo a la tela en blanco, a la historia sin escribir. En el lienzo, la historia se escribe primero con palabras o con una figuración reconocible, pero a medida que la narración se espesa -en la cocción lenta de pintura sobre pintura-, las referencias se disuelven en una abstracción densa, cuyo espesor visible es la trama vertiginosa del esmalte o el óleo, pero cuyo espesor intangible es el tiempo acumulado y la suma de ánimos diversos. Pintura ciclotímica, que de acuerdo al momento cambia sus ánimos: a veces funerarios llenos de negro; a veces luminos cargados de blanco; a veces sosegados o aburridos en la mediatinta del gris.





Las telas de Wilson son, a primera vista, una maraña de color, de gestos, de viscosidad, pero sobre todo son una maraña anímica y temporal, donde la mano teje la imagen con una escritura caótica que aborda todas las posibilidades, desde la delicada caligrafía manuscrita que nunca se verá hasta el garabateo inconsciente del doodle. Una escritura que deshace con el codo lo escrito con la mano para contar sin contar nada, para ser reconocida pero jamás conocida. Esa escritura ininteligible quiso contar algo, pero en el camino se perdió, en el camino se distrajo, y el lapsus se hizo grueso, sin sentido, se hizo pura pintura.


Ante esa abstracción que cubre sin descanso el cuadro de borde a borde, con la intensidad del all over, el espectador puede perderse y salir trasquilado en su intento de lectura o, a partir de sensaciones ambiguas (que se parecen mucho a las primeras sensaciones del lactante cuando percibe el mundo como un caos abstracto que es la extensión de sí mismo), tratar de reconocer en ellas algo que fantasmáticamente se aparece y se fuga entre los chorreos y tics mañosos de la pintura. Un plato de tallarines, una orgía fálica, vísceras disectadas, el anecdotario de lecturas posibles que ha escuchado la autora es tan vasto como singulares son las personas que asisten al desenfreno contenido por los márgenes del cuadro.


El proceso con que han sido hechas estas pinturas parecen tener como eje principal la pérdida. Como cuando se esconde algo y ya no es posible recordar dónde fue puesto, los primeros trazos se pierden hasta ser imposibles de encontrar. Perder así lo que se ha pintado antes, implica superar el miedo a no recuperar lo bueno que alguna vez se hizo. Capa sobre capa se va haciendo el duelo de lo anterior. El objeto perdido yace el algún punto, superado por la acumulación del presente. Se llora sobre la leche derramada, derramando aún más leche, más lágrimas, más líquidos espesos que borran la pérdida, sepultándola. En esa pintura hecha desde arriba (con el cuadro puesto horizontalmente), la tela es una fosa que se tapa con pintura hasta llenar su vacío reparándolo, hasta cubrir y encubrir la debilidad del vano con un nuevo cuerpo, acorazado de pintura.



Paz Castañeda R.



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